Jesús Beades

¡Caracoles!

12278804 2025-05-11
¡Caracoles!

11 de mayo 2025 - 03:10

Caracoles!”, exclama Tintín en las traducciones de los cómics. Tan pulcro, tan buen chico, ese candidato perfecto a yerno, con su flequillito respingón, jamás diría “¡Coño!”, que es lo que usted y yo exclamaríamos al vernos sorprendidos por una serpiente en mitad de un camino, o al encontrarnos un décimo de lotería en una acera. “¡Caracoles!”, igual que “¡Cáspita!”, “¡Córcholis!”, “¡Repámpanos”! y el delicado “¡Albricias!”, que suena a encaje de seda, para nosotros son expresiones del TBO, jerga propia de Filemón Pi o Rompetechos; aunque, desde luego, nada relacionado con la vida real. Las personas de carne y hueso solo usamos esa palabra con signos de (mucha) admiración, “¡caracoles!” cuando vemos el primer cartel de la temporada: CARACOLES. Nunca unas mayúsculas escritas a tiza nos dan más alegría. Ahí empieza el recorrido de gozo del caldo verdimarrón con algo de picante, la exaltación del cuernecito de la abundancia. Este año, además, después de la pertinaz llovizna, del chaparrón copioso, del chubasco jartible y machacón, los caracoles surgirán hasta de las piedras, amontonados unos sobre otros, regordíos, con un desmedido afán por existir. Es el suyo un existir para la muerte, pero ¿de quién no? Cierto es que ellos producen alegría con la suya, como si fueran dictadores bananeros o sátrapas balcánicos. Son como el cerdo ibérico pero en miniatura. Resumen en tres meses los años de dehesa de aquel y, en vez de sangrienta matanza, su destino es un hervor –fervor por nuestra parte– en que culminan su existencia, flotando entre burbujas con olor a especias. Su rápido paso por este mundo lo celebramos con cerveza, pues inauguran una época del año de manga corta, terrazas en los bares, azahar y olor a incienso. Es este el tiempo del año en que mejor huele el Sur de España. En primavera nuestra tierra tiene el aroma del Paraíso terrenal tal como Dios lo quiso en un principio; y sus ángeles anunciadores –querubines diminutos, espirales de serafín– son los caracoles.

Mi padre, q.e.p.d., detestaba a nuestros amigos cornúpetas. Le daban asquito, repelús. Estoy convencido de que la causa era el exceso de conocimiento. Seguramente, niño curioso que destripaba radios y desmontaba juguetes, mi padre habría hurgado dentro del animal, sacando a la luz ese amasijo baboso entre verde y negro. Habría mirado de cerca la realidad y, claro, no le habría gustado. Los amantes de las mariposas saben de qué hablo: al microscopio, los coleópteros son monstruos capaces de poblar nuestras pesadillas. Hay muchas cosas en la vida cuyo disfrute se nos ofrece tan solo si renunciamos a la indagación exhaustiva. Cuántas veces hemos terminado tristones y decepcionados después de conocer en persona a un autor al que admirábamos. Hay obras de ficción, como House of Cards, que arruinan nuestro idealismo arrobado ante El Ala Oeste de la Casa Blanca de Aaron Sorkin. Si sentíamos devoción por el presidente Bartlet (hasta el punto de olvidar que es demócrata), al momento se nos pasa con el luciferino Frank Underwood, el rostro del mal encarnado con voz aterciopelada. También lo hemos visto en la reciente película Cónclave, donde un formidable Ralph Fiennes intenta, el pobre, pastorear ambiciones políticas y odios ideológicos para ponerse de acuerdo en un papa admisible. Se dirá: ¿pero acaso no es mejor saber, conocer la realidad? ¿Se puede vivir engañado? Cuidado aquí con las respuestas fáciles y rápidas, casi siempre son un deslizadero hacia el desastre.

Caracoleemos un poco con un ejemplo: el típico caso del señor que se muere y resulta que tenía dos familias. Hijos por ambos lados, hipotecas pagadas, estudios de los niños y las dos viudas inconsolables. Si esas dos esposas habían sido felices, y sus hijos también, ¿qué mal había entonces –por favor, piense antes de responder– en la doblez u ocultamiento? Ya, ya, no hace falta que me linchen ahora, todos amamos mucho la verdad, a priori, pero… Otro ejemplo, por descender a algo más simplón: yo no quería nunca mirar, en mi restaurante chino favorito, cuando iba al servicio y encontraba abierta la puerta de la cocina. Temía –intuía que era previsible– perderle afición si miraba los intestinos grasientos de aquellos enormes rollitos de primavera.

Por el mismo motivo hay que comerse los caracoles sin mirarlos. Una vez le escuché a un catequista decir “la Eucaristía no está para entenderla, ¡sino para comérsela!”. Algo así digo yo de los caracoles. Y un poco también –perdónenme la moraleja– de la vida.

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