
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las otras culebras de Sevilla
La aldaba
La enorme naturalidad con que esta ciudad guarda silencio ante hechos notorios por su pobre resultado, gravedad o fracaso siempre llama la atención. No decir nada puede ser un acto de cortesía, como ocurre tras una faena mediocre en la plaza de toros. Incluso decir lo contrario de lo que se piensa, como sucede tras los pregones de Semana Santa. Sevilla es más de mirar tras el visillo y bisbisear de puertas hacia dentro que de usar y proclamar la libertad. Pareciera que no sabe hacer esto último sin dañar o arrojar sal a la herida. No hay asunto delicado sino enfoque indebido. Pero las cosas se deben decir sin guardar equidistancias absurdas o sin mentir por la vía del maquillaje. El silencio no siempre es una virtud aunque muchas veces lo sea. Si la ciudad comienza a estar alfombrada de la flor de la jacaranda es muy loable cantar esa belleza morada y efímera cuando mayo expira. Pero no podemos ahogarnos en el almíbar de fabricación propia, porque sencillamente hacemos el ridículo. Las ciudades se equivocan como las personas. Meten el pinrel como las personas. Y en muchas ocasiones no están a altura como las personas. Por eso es sabia la cultura de las cofradías que convocan juntas de disciplina después de Semana Santa para evaluar la estación de penitencia cuando la experiencia está aun fresca en la memoria. Por eso, se supone, que se celebran los debates sobre el estado de la nación, de la comunidad autónoma o, en algunos ayuntamientos, de la ciudad. Hay que parar, evaluar, reconocer los fallos y planificar el futuro. Ni conviene pasar por alto los errores, ni regodearse en ellos, ni por supuesto convertir experiencias fallidas en hazañas.
Sevilla es una ciudad que espera a que haya un osado que tire la primera piedra. En cierta manera es muy cobardona, calculadora, navegadora (será por la escuela de mareantes que tuvimos en San Telmo) y oportunista. Tan falsa que quiere quedar bien con todo el mundo y tan novelera que asume cualquier barbaridad y la hace propia. No hay cosa más pesada que un sevillano que se estrena en Roma y te lo retransmite como cuando almuerza en Sanlúcar de Barrameda y te tortura con las fotos de los langostinos. Son dos fenómenos muy parecidos. Estos días asistimos a la Sevilla destructiva, que no analista. Será cosa del barroco que tendemos a la exageración y al extremo. O será la depresión del final de las fiestas mayores. Miremos las jacarandas, que son de un suave morado, como un regalo tardío de los días de incienso y saetas que perdimos. ¡Hay que seguir!, como ordena el capataz. Siempre hay que seguir. Las jacarandas, esa belleza tan cierta como caduca. Ydespués dejan el suelo pringado, pegajoso, mostoso. Las dos caras. Como la ciudad.
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